En una noche de diciembre de 1972, un Jumbo de Eastern
Airlines procedente de Nueva York se acercaba a Miami rodeado de oscuridad.
Todo iba perfectamente antes del aterrizaje, hasta que justo antes de tomar
tierra el capitán se dio cuenta de que el piloto verde del tren de aterrizaje
no se había encendido. El ingeniero de vuelo bajó a comprobar que las ruedas
habían descendido tal y como debían hacerlo. Por su parte, el personal de la
cabina siguió comprobando el piloto hasta que concluyeron que se había fundido.
Mientras tanto, nadie se dio cuenta de que, durante esos
pocos minutos, el enorme avión había ido perdiendo altitud rápidamente.
Un cazador de ranas de los Everglades fue el primero en
llegar a la escena del avión siniestrado. Habían muerto más de un centenar de
personas y los numerosos supervivientes heridos pedían socorro en la oscuridad.
¿Por qué se estrelló el avión? La tripulación se había
distraído con una bombilla fundida y, durante unos minutos, olvidó su principal
objetivo: aterrizar con seguridad.
- hay demasiados objetivos,
- no hay objetivos definidos, o
- se pierde de vista el objetivo.
Demasiados objetivos.
Las complejas organizaciones actuales elaboran planes con miles de objetivos
que, con frecuencia, ejercen escaso impacto y cambian con demasiada frecuencia. En los momentos difíciles, no
podemos permitirnos desperdigar la atención en una multitud de objetivos que no
son decisivos. Los objetivos que hay que alcanzar son los «extraordinariamente
importantes», si no, nada de lo que se consiga importa mucho. En épocas
verdaderamente duras, es posible que el único objetivo sea seguir vivos.
Pensemos en ello. Si tiene un único objetivo, las
probabilidades de alcanzarlo con excelencia son elevadas. Si tiene dos
objetivos importantes, las probabilidades de alcanzar ambos con excelencia se
reducen a la mitad. Tres objetivos hacen que las cosas sean,
probabilísticamente hablando, más complicadas. Y así sucesivamente.
Orit Gadiesh, de Bain & Company, afirma: «No hay empresa
que pueda tener éxito si divide sus recursos en demasiadas iniciativas.
Centrarse en las cuestiones correctas y fundamentales (entre tres y cinco, en
la mayoría de los casos) es fundamental para alcanzar el éxito». Y esto es
especialmente cierto en las etapas de montaña.
Falta de objetivos
definidos. Hay demasiadas organizaciones que no pueden hablar de objetivos;
es decir, que no pueden hablar de ellos porque nadie sabe cuáles son. Hemos
hablado con miles de directivos y de empleados que no pueden decir con
seguridad en qué se supone que deben centrarse. Los objetivos, si los hay, se
expresan de formas muy vagas: «ahorrar energía», «obtener más ingresos de los canales
online» o «ser el primer proveedor de esto o de lo otro». Los objetivos vagos y
mal definidos impiden que las personas puedan apuntar con precisión.
Si el éxito depende de un objetivo estratégico, vale la pena
definirlo bien. Y no estará bien definido hasta que se haya aclarado cómo se
medirá el éxito. La mejor medida es siempre la respuesta a la siguiente
pregunta: «¿De X a Y, para cuándo?». ¿Exactamente cuánta energía estamos
utilizando y cuánta tenemos que haber ahorrado cuando acabe el año? ¿Cuántos
ingresos obtenemos ahora de canales online
y en cuánto debemos aumentarlos este año? ¿Qué quiere decir convertirse en el
«primer proveedor»? ¿En qué posición nos encontramos ahora con respecto al
líder? ¿Es muy amplio el espacio que debemos cubrir? ¿De cuánto tiempo
disponemos?
Perder de vista el
objetivo. ¿Con cuánta frecuencia la organización celebra grandes reuniones
de lanzamiento donde se anuncia un nuevo
objetivo importante, sólo para ver cómo se desvanece el entusiasmo ante las
presiones del día a día? ¿Cuán- tas iniciativas corporativas quedan ahogadas y
sepultadas por la marea del «trabajo diario»?
Supongamos que su objetivo estratégico sea mejorar el flujo
de caja y que pide a todas las personas de la organización que lo conviertan en
su prioridad. Obviamente, les está pidiendo que hagan algo añadido al trabajo
que ya desempeñan y que, presumiblemente, les tiene muy ocupados. Las
probabilidades de convertir a todo el personal en gestores de tesorería son
real- mente escasas, a no ser que reitere el objetivo con regularidad,
reconfigure las tareas y minimice las distracciones.
Sin embargo, en los momentos difíciles, las distracciones
son más severas que nunca. La marea del trabajo diario se convierte en un tsunami. Cuando hay despidos, las personas
que permanecen tienen más trabajo que hacer. Las distracciones no hacen más que
aumentar a medida que la situación económica se complica. La inseguridad
laboral, las preocupaciones sobre la jubilación, la deuda y la desconfianza
hacen que centrarse sea cada vez más difícil.
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