Durante una visita que hizo a una
ciudad distante del pueblo en que vive, a una amiga mía le tocó en suerte ser
el único testigo de un accidente de carretera, en el cual un auto- móvil
repleto de adolescentes se le fue encima a un camión. Los muchachos culparon
del choque al camionero, pero mi amiga se ofreció a declarar en favor de él. A
pesar de las molestias que le ocasionaría la necesidad de viajar varias veces a
ese lugar, ella deseaba ante todo que se hiciera justicia.
Cuando le contó lo sucedido a la
señora de la casa don- de se hospedaba, recibió el con- sabido comentario:
“Pero, ¡por amor de Dios, muchacha! ¿Por qué se ha metido en semejante lío?
Frecuentemente oímos a personas
bien intencionadas y estimables escudarse en frases hechas, tales como: “No
quiero buscarme complicaciones”, “Eso no es asunto mío”, u otras semejantes,
que recuerdan la de Caín: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”. Tales expresiones
reflejan en cierto modo la época en que vivimos. El temor, bastante
generalizado, de que se nos ofenda o desaire, nos cohíbe a dar cabida en
nuestra existencia a los semejantes. Y sin embargo, en un mundo como el actual,
día a día más grande y complicado, el individuo necesita más desesperadamente
que nunca salir de su aislamiento y participar en la vida si aspira a vivirla
con plenitud.
Hace años compré un pequeño
apartamento en cierto edificio en condominio. Poco después de esto, la ideas
que expuse en la primera reunión general de copropietarios movieron a uno de
ellos a pro- poner que nombraran administrador del edificio. Acepté, aunque con
alguna renuencia. Mis amigos opinaron que había cometido una tontería. “¿Para
qué buscarte quebraderos de cabeza?” “Eso te traerá mucho trabajo y poco o
ningún agradecimiento”, me decían. Y no anduvieron descaminados. Durante los
dos años en que desempeñé el cargo de administrador sin sueldo, no falta- ron
preocupaciones ni molestias: el problema de equilibrar el presupuesto; las
iracundas reclamaciones de los que llamaban a mi puerta para quejarse de lo
insuficiente de la calefacción o para pedirme que mandase a arreglar enseguida
una cañería.
Así y todo, al echar la cuenta de
esos dos años, vi que dejó considerable saldo a mi favor. Aprendí bastante
acerca de negocios, de leyes y de la naturaleza humana, todo lo cual ha sido
muy útil.
Igualmente aprendí a conocerme a mí
mismo, para saber, entre otras cosas, que no soy muy buen administrador que
digamos. Lo que importa más: de mis relaciones con los copropietarios nació la
amistad que me une a alguno de ellos y ha embellecido mi vida.
En varias ocasiones me ha
sorprendido lo mucho que salimos ganado al intervenir en los asuntos humanos,
bien sea tomándonos la molestia de ayudar a un extraño, asumiendo con valor
cívico una responsabilidad o protestando ante una injusticia. Pequeñeces, actos
al parecer insignificantes, son sumandos del total que todos podemos aportar al mejoramiento del mundo en que
vivimos y, con ello, al de nuestra propia vida. Cuanto hagamos animado del
sincero propósito de tomar parte activa en nuestra común existencia, nos
llevará ciertamente a engrandecer nuestro yo en ese nosotros en que se entreteje
el hilo de una vida con los de otra vida, para que el individuo no sea hebra
aislada en el mundo, sino como parte integrante de la urdimbre humana.
En el autobús en el que viajaba
un amigo mío iba también una pandilla de jovencitos alborotadores, que
empezaron a mofarse de una señora ya entrada en años porque les pidió que dejaran
de empujar. “todas las personas que allí estaban”, me contaba mi amigo, “se
hicieron las desentendidas, unas mirando por la ventanilla, otras hacia el frente, como si ninguna tuviese ojos para ver
ni oídos para oír la falta de respeto de los muchachos. En principio yo hice lo
mismo que los demás, pero de repente me dije: ¿seré capaz de estarme sin hacer
nada? Esto forma parte del mundo en que vivo. Inmediatamente les grité: ¿les
gustaría que a sus madres les faltasen el respeto como lo están ustedes
haciendo con esta señora? No sin sorpresa de mi parte, bajaron la cabeza
avergonzados y de ese momento en adelante guardaron compostura”
¿Verdad que es curioso que, al
tender la vista al pasado, sean los momentos en los que nos relacionamos más estrechamente
con el prójimo los que nos parecen más libres de temores, de aburrimiento, de
pesimismo? Cuenta Georg Broschmann en su obra Humanity and Happiness
(“Humanidad y Felicidad”) que los desventurados años en que Noruega, su patria,
gemía bajo la ocupación de los nazis, fueron, por extraño que parezca, la época
en que él se sintió más feliz, más lleno de vibrante energía. En aquellos días,
pese a la amargura, las penalidades y el constante peligro, él y otros
patriotas de la Resistencia estaban hermanados por lo noble del ideal que los
animaba y por la confianza que cada uno de ellos tenía en sus compañeros.
Muchos hombres que han luchado hombro a hombro en días difíciles recuerdan
con nostalgia cómo en aquel tiempo se
sintieron más unidos que nunca a sus compatriotas.
No hay que negar que interesarnos
por los demás supone riesgos de nuestra aparte. La persona de quien nos
enamoramos tal vez nos hiera cruelmente; bien podrá suceder que, si tratamos de
reconciliar a dos individuos enemistados entre sí, ambos se vuelvan contra
nosotros; quien se arroja al agua a salvar a quien se está ahogando pudiera
verse arrastrado al fondo con él. Pero
también es cierto que vivir siempre a la defensiva contra desengaños, desdenes
o ingratitudes, acaba volviéndonos insensibles e inhumanos.
Dice el escritor inglés C. S.
Lewis en su obra Four Loves (“Los cuatro amores”): “si quieres conservar incólume
tu corazón, no lo entregues a nadie, ni
siquiera a un animal. Rehúye todo vínculo de cariño, encierra el corazón en el
ataúd de tu egoísmo. Pero, hasta dentro de ese ataúd (oscuro, seguro, inmóvil,
hermético) ha de cambiar tu corazón. No se romperá: se volverá insensible,
impenetrable, irredimible”.
Hoy nos inspira lástima la
persona que esquiva el trato humano y se recluye entre las cuatro paredes de su
casa a vivir rodeada de chucherías o de tesoros; vemos en ese voluntario
aislamiento el síntoma de una profunda perturbación emocional. En efecto, la
mayoría de los enfermos mentales internados en los hospitales rehuyeron las
relaciones que impone normalmente la sociedad a los seres humanos.
Lo que la mayor parte de nosotros
no sospechamos es que todos incurrimos a menudo en igual equivocación, aunque
en un grado menor. El viudo o la viuda siempre encuentran pretextos para vivir
de puertas adentro y no cultivar nuevas amistades, o el ciudadano que desaprueba el modo como se
administra la cosa pública, pero en nada concurre remediarlo, están ese caso.
Todo propósito de desentendernos de los demás, de no comprometernos, limita
nuestro desarrollo emocional y nuestro bienestar general.
El filósofo y matemático inglés
Lord Bertrand Russell relata que en su juventud fue melancólico y propenso a
considerarse desdichado, porque vivía encerrado en sí mismo.
Poco a poco empezó a interesarle
la suerte de los demás. “Hombre dichoso”, leemos en una de sus páginas, “es
aquel que, siendo liberal en el afecto e inclinado a ampliar el campo de sus
simpatías, halla en cultivar afectos y simpatías su propia dicha, así como en
la circunstancia de que esto lo hace a él objeto de la simpatía y el afecto de
los demás”
Tenemos, pues, que el gran
secreto de lo que vale para el hombre entregarse a la vida y solidarizarse con
los demás es que en ello reside literalmente su misma vida. Negarnos
sistemáticamente a compartir nos sitúa al margen de la existencia, genera el
vacío en torno de nosotros.
La vida y el amor son partes de
un todo; mientras que el aislamiento, el no comprometerse, equivale a la
muerte. Fichte, filósofo alemán del siglo XVIII, comprendió esta verdad en
nueve palabras: “el yo no es un hecho sino un acto”. John Donne, poeta inglés
del siglo XVI, había dicho más llanamente: “ningún hombre es isla contenida
enteramente en sí mismo”.
¿Cómo haremos para ajustar
nuestra conducta a esa filosofía? A mi entender, hemos de comenzar ateniéndonos
a estas normas, que no necesitan justificación: No pasemos de largo frente al
necesitado de ayuda: arriesguémonos ayudar al extraño. No eludamos los temas de
conversación penosos o que nos afectan profundamente: pongámonos en el lugar de
nuestros interlocutores. No busquemos pretextos para justificar nuestro
alejamiento del vecino, conocidos de negocios o parientes lejanos: cultivemos
su trato y procuremos entenderlos mejor. No nos conformemos con rehuir la
responsabilidad, cualquiera que sea; hagamos algo por nuestro hogar, por
nuestra ciudad, por nuestra patria.
En suma, no seamos perpetuamente
cautelosos y pusilánimes. Por el contrario: ¡Participemos!
Ver Video de un ejemplo en Uganda: Involucrarse
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